“Cambié la bata blanca de sangre por la bata blanca de barro”. La frase resume una decisión que trastocaría la vida de Alfonso D’Ors. Nieto del escritor, filósofo y ensayista Eugenio D’Ors, la medicina parecía ser su destino natural. El olfato de su padre médico le había llevado a concluir que, de sus siete hijos, sólo el cuarto, Alfonso, reunía las condiciones para seguir sus pasos como galeno. Fue en tercero de facultad, con una potencial cartera de pacientes al término de la carrera, cuando Alfonso decidió cambiar las manchas de su bata blanca. Era el momento: o se iba de Madrid para convertirse en médico de pueblo, de esos que te tocan la mano y el pelo para descifrar un mal que las palabras no aciertan a definir, o, por el contrario, seguía su vocación. Optó por lo último. Desde entonces han pasado cuarenta años desentrañando con los alumnos de la Escuela Municipal de Cerámica La Moncloa los secretos del barro, formulando la química de los esmaltes, descubriendo las posibilidades de todo material orgánico, salpicando cada día con la sorpresa de depara siempre el horno. Ensayo, error. Investigación constante. Porque como dice “aquí hacemos investigación y yo he tenido la suerte de tener cada año veinte pares de manos que investigaban junto a mí”.
Alfonso, que encara el que amenaza con ser su último curso, es uno de los seis docentes de esta escuela municipal, creada en 1911 por Francisco Alcántara y que entronca directamente con la Institución Libre de Enseñanza. “Había que elevar el nivel cultural del pueblo pero engarzándolo con sus raíces”, recuerda. Y la tradición alfarera era una de ellas. De hecho esa tradición sigue estando en el origen de muchas de las matrículas de los nuevos alumnos. “Muchos vienen con la idea preconcebida de hacer alfarería, que es el símbolo más romántico, y aquí descubren que pueden hacer cosas que ni pensaban, como los moldes. Eso es quizá lo más bonito, los nuevos caminos que se abren”. Lo dice Manuel, 25 años en la escuela, a la que llegó desde la Facultad de Bellas Artes, y donde imparte muralismo, dibujo y decoración. Alfonso incide en la misma línea. “Llegan al taller y lo primero que se encuentran es con química, imprescindible en la formulación de los vidriados, por ejemplo. Investigamos formas en el papel, una realización bajo prototipo”. Así se abren “las autopistas” por las que deberán transitar cuando se enfrenten a lo que llama “la soledad del ceramista”.
En un mundo tan tecnificado, la escuela es casi un reducto de un tiempo que se resiste a la extinción. Sin renegar de los aportes de la tecnología, es una reivindicación de lo artesano, de la creatividad salida de la potente alianza entre pensamiento, sentimiento y mano. Es una apuesta por la “belleza de la imperfección”. La frase es de nuevo de Alfonso. La dice mientras acaricia las piezas, todas iguales en el tronco y tan distintas a partir del cuello, que jalonan la entrada a su taller. Dos milímetros de estrechamiento en la boca pueden suponer un fallido porque el horno es implacable y basta eso para torcer el cuello y dar con la obra al traste. Es la cara y la cruz de crear piezas “que nunca vas a encontrar en un chino”.
Lo mismo pasa con los esmaltes. Raras veces se usan los comerciales, esos que garantizan el resultado final y cercenan la sorpresa. Aquí se calculan en laboratorio, partiendo siempre de materiales orgánicos. Cenizas, conchas, el propio barro que, a 1 300 grados, se convierte en esmalte. Es el prodigio de la arcilla, un material que construye y al mismo tiempo reviste. “La naturaleza –dice– es el mejor proveedor”.
Por esta escuela, ubicada en el Parque del Oeste, pasan al año una media anual de 250 alumnos, entre los dos cursos formativos básicos, sus seis talleres para ceramistas con una cierta formación previa, y los estudiantes de grado de universidades madrileñas –Complutense y de Alcalá– y extranjeras. Es un alumnado heterogéneo, tanto en edad, formación y procedencia. Españoles, la mayoría, no falta algún que otro japonés o argentino que encontraron en Madrid la excusa para quedarse en la escuela o al revés. Muchos provienen de Bellas Artes, pero hay también fotógrafos, agrónomos, telecos, geólogos, arquitectos. Y un amplio grupo de prejubilados que han supuesto una autentica revolución en el perfil de alumnado. Les mueve el placer y adolecen de un bien escaso, el tiempo. Eso les reviste de una paciencia exquisita para tareas como tamizar, moler y “lo hacen como nadie”.
Entre los alumnos de ese último grupo, algunos provienen de centros culturales de distrito, donde comenzaron con un cursillo de alfarería que les despertó las ganas. Es el caso de Antonio, ex profesor de la Facultad de Geología. Con la mascarilla puesta para trajinar con “polvos” que alumbrarán los esmaltes, reconoce que un geólogo “no es ajeno al barro. En el fondo esto es simplemente otra forma de mirarlo”. La escuela además le aporta disciplina y ejercicio. “Te obligas a levantarte, a venir, a seguir una rutina. Además amasar requiere trabajo, fuerza y el torno te obliga a ejercitar el equilibrio”. Carlos es un caso parecido. Joyero de profesión, llegó desde un centro cultural. Ahora enfila el pasillo de la escuela como si fuera un camarero, delantal manchado de barro y un plato con el esmalte fresco llevado a modo de bandeja para que nada lo roce. Su pasión, dice, es el torno y su tortura, el horno. “Es como un parto en dos fases. Una, lograr la pieza tal y como la quieres. Y cuando la tienes, enfrentarte a la incógnita del horno, no saber si te va a fastidiar el esmalte de eso a lo que tanto trabajo has dedicado”.
En Goya no, en un pueblo tal vez
Álvaro López, 34 años como docente en la escuela, enseña proceso cerámico, alfarería, seriación, moldes y reproducciones, y técnicas en transferencias. En su taller de la primera planta, inundado de luz, convence a Ana Gutiérrez de la belleza de su última pieza, aún sin cocer. Ana trabaja en ese momento en las transferencias de la imagen y dos series suyas flanquean el portón de entrada a la escuela. Ha realizado varias exposiciones aunque dice no haber tanteado nunca el “mundo tan cerrado de las galerías”. ¿Su aspiración? Abrir taller. Es el sueño de muchos, pero no muchos lo consiguen.
¿Se puede vivir de la cerámica? Esa es la pregunta. “Se puede –dice D’Ors– pero es complicado. Solo lo logras si te lo planteas desde el punto de vista del sacrificio. Ahora, si te dedicas a hacer cenefas, por ejemplo, con toda la paleta de colores, con todos los materiales, con toda la creatividad, no hay casa Peña que pueda competir contigo. Taller puedes abrir pero no en Goya, sino en Pinilla del Jarama, por ejemplo, al lado de un río, con la mejor arcilla”.
Junto a Ana, en el taller de Álvaro dos alumnos más estudian las posibilidades de las transferencias de imágenes. Un arquitecto, José Ignacio, que explora puentes entre la arquitectura y la cerámica, por ejemplo, el muralismo y despliega un rollo de tarlatana, un tejido áspero similar a una gasa de vendaje y vital para la transferencia de imágenes a la porcelana Y un fotógrafo y artista audiovisual, David, que llegó aquí buscando nuevos soportes para la fotografía. Es su segundo año en el taller y ya prepara una exposición. Tiene fecha y lugar. Septiembre en el Museo Lázaro Galdeano. En ella unirá cien piezas propias con las del fondo del museo en lo que será “revisión contemporánea del retrato de perfil, como símbolo de poder”. Piezas únicas, imperfectas y algunas fallidas. “Me gustan casi tanto como las buenas”. La razón es simple. “Prefiero la sorpresa a la receta. La cerámica es el único proceso que no ha sido digitalizado. No lo controlamos del todo, como pasa con los procesados industriales”. Es la magia a la que todos en esta escuela apelan.