Madrileño y, pese al apellido de origen francés, descendiente de canarios. Recién empezada la treintena de la vida, Jaime Massieu ya se ha labrado una carrera como fotógrafo y realizador especializado en música en directo, músicas sobre todo afroamericanas, especialmente el jazz, “que es lo que siento como mío”, reconoce. Ahora ha hecho doblete en JAZZMADRID con una exposición y la presentación de un libro que es un recorrido por la escena jazzística madrileña. Se la conoce al dedillo, porque forma parte de su Madrid particular.
Una obviedad, la música se escucha, pero para Massieu fundamentalmente se ve. Hace doce años, se dio cuenta que en los conciertos se aburría un poco y que las noches se le hacían largas. “Pensé, si hago fotos, seguro que serán mejor”. Y ahí empezó una carrera de la que profesionalmente vive desde hace ocho años. Por eso no extraña el título de la muestra y del libro que ahora nos trae JazzMadrid: ‘La música que he visto’, un recorrido, en sus palabras “por la escena jazzística madrileña y un homenaje a esos pequeños clubes que son los que están todas las noches ahí dando el callo. Los festivales tienen fecha, pero esos pequeños espacios son los que mantienen viva la llama durante todo el año”.
La muestra está abierta en el vestíbulo del Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa hasta el próximo día 28. Son 18 imágenes, todas incluidas en el fotolibro que presentó el pasado jueves en CentroCentro con el que, además del tributo a las pequeñas salas, hace un recorrido histórico por las décadas anteriores explicando por qué la escena es tal y como es ahora, apoyándose no sólo en las imágenes sino en los testimonios de profesores, críticos, alumnos, artistas internacionales y dueños de locales.
El libro era un proyecto deseable pero nunca realizable por falta de tiempo. Entonces llegó el confinamiento… y el tiempo dejó de ser un condicionante, salvo para esos pequeños clubes que veían cernirse sobre ellos la amenaza de cierre. “Empezaron a cerrar y era desolador. Luego lo cierto es que con esta pseudonormalidad están volviendo muchos más de los que pensaba”. Afirmación que no deja de ser esperanzadora para los amantes del género y, en general, de la música.
Del jazz lo que más le gusta es “haber sido capaz de entenderlo. Lo digo en el libro, el pop es la fresa, el jazz la berenjena”. No es que sea la música que escucha en casa -ahí se abre paso la música electrónica y el rock psicodélico- pero siente que su comprensión del género es alta. “Para mí el jazz es como los Simpson, tiene distintos niveles de lectura. Lo pueden ver niños y reírse con los dibujos y tú, cuando ves por segunda o tercera vez un episodio, aprecias muchas más cosas. Por eso, sin ser músico, a nivel de entender el género no sé cuánto más alto se puede llegar”.
Mitificación clubes de jazz
Su profesión ha marcado sus biorritmos: es noctámbulo. “Vivir a contracorriente tiene su punto, eso de dar las buenas noches al quiosquero cuando te vas a recoger y que él te de los buenos días… tiene algo de friki pero me gusta”.
De hecho, su vida discurre en ese circuito madrileño de salas que, solamente entre semana puede ofrecer una media de 20 o 30 conciertos por noche y 50 los fines de semana. ¿Tanto? “Sí, esas pequeñas salas están siempre programando y, si a eso le unimos lo público, … ya lo creo”. ¿Razones para esa oferta tan rica? Massieu las desgrana: una fuerte fusión de estilos, una escena mucho más joven que Barcelona, por ejemplo, “donde la afición se gestó antes”, el hecho de que Madrid tenga “mucha más noche que el resto de las ciudades española” y la falta de endogamia –“aquí la gente viene de todas partes, y se incorpora rápido a la escena. Es decir, no tienes que ser de aquí para tocar aquí- auspician esa potencia.
Hablar con Jaime Massieu es ahondar en la desmitificación. Por ejemplo, los clubes, que no dejan de ser para él “garitos donde escuchar música, de este o de cualquier otro género”. Por eso le queda tan lejos el tópico de los clubes de jazz, “que parece que viviéramos en una película americana de los años 50. Pero ni estamos en Nueva York ni en esa década. Es más, la mitificación no beneficia en nada a un género que tiene tan pocas barreras, que es tan libre. Querer enclaustrarlo en ese estereotipo va en contra de su propio desarrollo”, argumenta.
Lo mismo pasa con su Madrid particular, tan alejado también de las imágenes tópicas y típicas de las guías turísticas. Al trabajar en locales nocturnos de música, “salir por Latina o Malasaña a tomar cañas en una terraza me da mucha pereza”. Prefiere escaparse a la sierra o correr por el Retiro y, si este cierra por mandato meteorológico, por La Almudena.
De paso, disfruta de alguno de esos barrios de siempre, inmunes a la globalización, como la Elipa o el barrio de la Concepción, al que llama “la zona de las vírgenes”. “Ambos son ejemplos del Madrid genuino, donde no hay Starbucks en cada esquina. Lo bonito de una ciudad son esas zonas que llevan años sin cambiar, sin igualarse a otras. La zona de las vírgenes, tan almodovariana, con esas casas con 20.000 ventanas… es única”.
Aleja el foco del centro y por eso le gusta comprobar cómo empiezan a despuntar por sí solos algunos barrios o distritos de la ciudad, como el caso de Carabanchel con una fuerte apuesta por la creación artística o Tetuán, “que con el Nuevo Norte va a ser otro de los boom”.