No son los héroes de poderes sobrenaturales que admiraban en los tebeos que leían de pequeños, pero pueden trepar con sus escaleras hasta el cielo, entrar en los edificios por los tejados, arrancar puertas y horadar muros, enfrentarse al fuego más furioso o a los ríos que se desbordan para rescatar a personas atrapadas entre paredes abrasadas, entre escombros, en vehículos destrozados, en viviendas aisladas por las aguas.
Son personas de carne y hueso, muy distintas a los héroes de papel que llenaban las tardes de su infancia. Son seres humanos que luchan y se entrenan cada día para cumplir las tareas de la profesión que han elegido, para ayudar a la gente a sobrevivir, a salvar la vida cuando ocurre una desgracia o un accidente. Por eso pasan las jornadas laborales en sus parques haciendo deporte, revisando el material del que disponen, ejercitándose en el manejo de las herramientas y los vehículos, aprendiendo técnicas innovadoras y adiestrándose en las nuevas tecnologías, siempre con el oído atento por si suena la alarma y tienen que salir corriendo, deslizarse por la barra y coger el coche casi en marcha, porque una llamada de emergencia reclama su intervención en cualquier rincón de la enorme ciudad en la que trabajan.
Nos han abierto las puertas de sus parques para compartir una de sus jornadas, su tiempo de adiestramiento y esfuerzo, y sus ratos de charla y descanso, sus comidas cocinadas en conjunto, sus momentos de risas y de anécdotas. Luego, sin embargo, cuando los hemos acompañado en una salida, hemos contemplado sus gestos de rabia y de cansancio, de dolor y de resignación, de abatimiento, incluso, las muestras de camaradería y de compenetración. Y hemos visto también ternura en sus rostros, delicadeza en sus modales. Sobre todo cuando acompañaban a ese niño que, tal vez, de mayor no quiere ser un héroe de tebeo. Quiere, como ellos querían, ser bombero.