Queridas gatas y queridos gatos, fauna legendaria entre la que me cuento con orgullo, ciudadanos nativos, adoptivos y visitantes:

Por amable invitación de nuestra Alcaldesa, me apunto con osadía a pregonar el inicio de vuestras fiestas de este año. Como no soy del Foro, sino de orillas del río que dio nombre a Iberia, y he llevado vida de músico ambulante por muchas ciudades, solicito licencia para explicar por qué me siento orgulloso de considerarme madrileño de adopción. Sed, como de costumbre, generosos y permitid que el corazón de un paria haga de espejo de vuestra ilustre Villa.

Madrid tiene una virtud particular para convertir en castizo todo lo que acoge. El chotis mismo, por ejemplo, cuyo nombre viene de scottish, «escocés», no sabemos si por herencia transformada de las danzas de salón británicas y francesas que llegaron con los Borbones o por influjo añadido del licor con sabor a turba de las Tierras Altas de Escocia. Lo más propio de Madrid, lo que resuena en el alma con elevado tono cuando decimos su nombre, debe de ser esa energía transformadora.

Poco imaginaban don Felipe II –cuando decidió instalar su Corte en un pequeño pueblo– y los constructores de casonas al amparo real, con abundante oro de Indias, que ni favores ni burocracias ni ministerios podrían jamás compararse en nobleza con el dinamismo imparable de este lugar, que es imposible describir con palabras, porque no es que prometa simplemente el cielo a quien en él haya nacido o alguna vez se empadrone –según reza el dicho–, sino que tiene algo de sideral a nivel mismo de sus aceras.

Si tuviera el don del protagonista de El diablo cojuelo, y un demonio volador me llevase a contemplar la vida de Madrid a través de sus tejas encarnadas, apartando la vista con pudor de escenas íntimas y pequeñas miserias que son universales, seguramente vería en los interiores de los más diversos barrios casi lo mismo que en las calles: unas ganas de vivir, un entrar y salir por la puerta a darse un voltio, un abrir de par en par las ventanas en cuanto el tiempo lo permite. El dinamismo del Foro tiene sus peligros, claro, fraguados en incierta esquina o –las más de las veces– en reunión de alto copete, pero no pierde ocasión de mostrar su talante bondadoso a las primeras de cambio.
Santiago Auserón

Desde que a los diecisiete años de edad se cumplió mi deseo de venir aquí a estudiar, a participar en lo que se estaba cocinando a comienzos de los setenta, a recorrer librerías y subir al gallinero de los teatros, a escuchar música en directo y ver películas de arte y ensayo, hasta que me convertí en madrileño de la Movida, esta ciudad fue para mí matriz –o matraz– de ensueños. Lo sigue siendo hoy, cuando en la construcción de su destino transformador vuelven a tomar parte las jóvenes generaciones, después de cuarenta años.

En ese tiempo, muchos son los cambios acontecidos en fachadas, portales, pavimentos de calles y plazas. Muchos escaparates de comercios añejos, cafés y librerías han desaparecido, en aras de un comercio deslocalizado que iguala sin escrúpulo el aspecto de las ciudades. Madrid no se ha librado del afán mercantil que algunos llaman «libre» con deportivo eufemismo, aunque más bien nos hace servir a un interés oscuro. A las calles más castizas se les ha puesto cara de diseño frío y últimamente le han nacido a la ciudad cuatro torres, cual mojones de aspecto discutible en el horizonte.

Un servidor considera que esa no es fina escala para subir al cielo de los Madriles. Pero renuncio a rellenar la instancia de mi queja urbana, porque hoy me da la gana de compartir la fiesta y echar un brindis con todos los madrileños, sea cual sea su opción de gobierno. Aprovecho, eso sí, para rogar a los gestores de diverso signo que se traten con cortesía ejemplar en sus debates. Que las nuevas generaciones aprendan a tomar complejas decisiones, que corrijan cuando sea necesario contando con la experiencia de los mayores, pues si borramos del mapa el beneficio oscuro, que abre todas las puertas y en todas partes halla servidumbre, el buen gobierno de una urbe tan dinámica, de una comunidad tan populosa, necesariamente ha de requerir muchos y variados ingenios.

El povenir no ha de ser tarea fácil, pero la dificultad mayor en esta Villa siempre halla ocasión de ser salvada con un destello de chispa popular e inteligente. El dinamismo sideral de los Madriles da para integrar cosmovisiones añejas y por venir, para servir de modelo, si hiciera falta, a otras comunidades, a lo largo y ancho del universo mundo.

Y hora dejad que enfile la recta final de este pregón rememorando razones que me tiran de la manga para que no me vaya del balcón sin dar las gracias por el tesoro de momentos que llenan mi vida, imágenes memorables de antes y después de la Movida: reflejos de poniente en el ladrillo rojo del extrarradio, aviso de primavera en los jardines de la Universitaria, puestas de sol apabullantes de Las Vistillas, noches de electricidad en los bares, tonos delicados del Retiro y del Botánico que parecen prolongados en los muros del Museo del Prado, madrugadas de negro terciopelo en las que el caminante titubea al toparse con los fantasmas de Cervantes y de Lope, o de Góngora y Quevedo, temiendo por un momento que se pongan otra vez a discutir. Eso por no citar a todos los que saldrían de su tumba para volver a pasear por estas calles.

Gracias, Madrid, desde lo hondo del pecho: un misterio cercano hace que propios y extraños queramos repetir con pasión tu nombre.

Inaugurad, con estas fiestas, un mañana emocionante y saludable para todos. Pero, de entrada, disfrutad a fondo de esta noche.