Sabañones en las manos a causa del frío, dolores de espalda por la carga de grandes cantidades de ropa, secuelas físicas… Hasta 1966, año en el que la empresa Balay empezó a comercializar lavadoras automáticas en España, generaciones y generaciones de mujeres lidiaron con las incomodidades propias de una de las faenas más duras y cotidianas de épocas pasadas: hacer la colada.

En el distrito de Hortaleza todavía se pueden encontrar testimonios de las vecinas más mayores, al conservarse en perfecto estado el único lavadero de toda la ciudad de Madrid. Se clausuró a finales de los años 70, cuando ya solo se utilizaba para lavar las piezas de ropa más grandes, como cortinas o mantas. Por fin se había generalizado el uso de la lavadora en los hogares, uno de los inventos más extraordinarios del siglo XX que cambió radicalmente la vida de las familias, sobre todo de las mujeres.

La colada siempre ha estado ligada a las gentes de Hortaleza para complementar la economía de este pueblo eminentemente agrícola. Hay documentos que atestiguan que ya en el siglo XVI el oficio de lavandera se había generalizado entre la población: las mujeres lavaban la ropa a los señores de Madrid, acarreándola en burros y mulos hasta la capital. Por ejemplo, en un vecindario de 1694 se detallaron los oficios en el pueblo cuando Hortaleza contaba con alrededor de 150 habitantes: 29 hombres eran labradores y 19 mujeres viudas que se dedicaban a lavar ropa.

Desde el siglo XVIII esta labor adquirió más importancia, ya que las mujeres que servían en las casas de los nobles traían las ropas de sus señores a lavar a Hortaleza. Un siglo después ya existían dos lavaderos en el municipio en torno al arroyo de Rejas, ambos en mal estado pero que estuvieron en funcionamiento hasta la construcción del Lavadero Municipal en el barrio de San Matías.

Símbolo de modernidad

Fue inaugurado el 25 de octubre de 1931, durante la II República, y representaba el esfuerzo del pueblo de Hortaleza, ya que se financió con donaciones de los propios vecinos. Este lavadero fue un ejemplo de modernidad para la época, con agua corriente, estufa para calentar el agua y diferentes pilas para lavar y aclarar. Medidas higiénicas que incluían un área separada para lavar la ropa de los enfermos e infecciosos, y hasta una letrina. Pequeños avances para facilitar esta ardua tarea, ya que las mujeres debían pasar largas jornadas en el lavadero, restregando la ropa a mano.

Su precio se estableció en 0.35 pesetas por persona y día, una cantidad que resultaba excesiva para la economía de las humildes familias, y tras varias protestas, se cambió el sistema para pagar por horas. Los nuevos precios eran 0,10 pesetas una hora y 0,20 pesetas, por dos. A partir de tres horas se aplicaba la tarifa de día completo.

Las mujeres de la posguerra acudían a lavar la ropa familiar en turnos semanales, convirtiendo esta fatigosa labor en el acontecimiento social de la semana, ya que era de los pocos momentos en los que podían estar fuera de casa. Además, cada mujer tenía su sitio preferido en el lavadero, y solía coincidir junto a la vecina con la que se sentía más cómoda. Después de lavar sus prendas las echaban ‘al prao’, es decir, sobre la hierba en las inmediaciones del lavadero para que se secaran bajo el sol. Y, mientras, aprovechaban para descansar y comer un bocadillo bajo la sombra de las moreras que se plantaron en la explanada.

Hoy el antiguo Lavadero Municipal permanece cerrado al público, aunque próximamente podrá visitarse dentro de los itinerarios culturales que se organizan en el distrito, como Madrid Otra Mirada. Dejará de pasar inadvertido entre viandantes y turistas, porque esas paredes y pilas de piedra grisáceas por las que no ha pasado el tiempo están repletas de memorias tras medio siglo de ‘coladas’ a mano.

 

Fachada del Lavadero Municipal de Hortaleza. C/ Mar de Kara, 4.